O al menos así nos lo dice Philip Stephens, editor asociado de Financial Times desde 1983, en su columna de opinión publicada hoy.
Según él, tras la caída del comunismo, el mundo pareció vivir una aceleración de las integraciones multinacionales. Una vez constatado el ritmo que la globalización estaba alcanzando, se dio la creencia general de que la mejor manera de afrontar los peligros que aquella traía (flujos de capitales, blanqueo de dinero, tráfico de drogas, terrorismo, calentamiento global, falta de desarrollo, etc.) se daba desde el marco de los potentes organismos multilaterales, dotados de una mayor capacidad para luchar contra dichos peligros. En aquello momentos, nos recuerda, la Unión Europa era citada como el modelo a seguir.
Por otro lado, la crisis económica, como era tan infantilmente previsible, provoca que los pueblos echen la culpa de sus males a los outsiders. ¿Habéis oído alguna vez culpar de la situación de España a los chinos o a la Merkel? Pues eso; siempre los de fuera, nunca nosotros.
El problema es que el talante puede haber cambiado, pero la interdependencia e interrelación entre los países no. Al contrario, cada vez es mucho mayor. El hecho sorprendente es que, hoy mismo, nos encontramos en una situación donde la soberanía nacional es, a la vez, altamente deseada y altamente inútil para resolver los problemas que nos afectan.
Es muy urgente reemplazar al antiguo orden post-1945 por otro más provechoso para todas las partes, especialmente para las potenciales emergentes. ¿Actuarán los líderes mundiales en esta dirección o se dejarán llevar por las instintivas peticiones de sus pueblos?
La Historia no es muy optimista. La primitiva globalización del siglo XIX se desarroló rodeada de sociedades altamente nacionalistas, que basaban su poder en sus economías y en sus ejércitos. ¿Qué como acabó aquello? El año que viene celebramos su primer centenario.
Artículo original en FT
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